LAS ROSAS DE DAMASCO, 2001

Crónica
de un
amor loco

Aquella tarde de junio de un sol tímido estaba invitado a las seis a un recital del poeta Álvaro Mutis en el Palacio de Nariño, en Bogotá. Y a un vino de honor después según rezaba la cartulina rectangular, amarillenta. Dejé descansar el trabajo a las tres; abandoné la oficina más temprano que de costumbre; a las cuatro me hallaba en mi apartamento, un pequeño piso de un verde de aceituna vieja a la sombra húmeda de Monserrate y me había colgado una corbata ancha, de seda, con arabescos, a la moda de entonces, que fue de mi padre, entonces recién muerto, me había puesto la percha, como solíamos decir en nuestra juventud, quiero decir, el vestido sombrío, de rayas, que uso siempre que debo mezclarme con Bretaña y había calzado mis mejores zapatos negros y peinado como mejor se pudo el alboroto perpetuo de la cabeza que me hizo objeto de burlas en la infancia remota, en el espejo de medio cuerpo enfermo de hongos. Antes de las cinco, me encaminaba muy orondo, con la invitación en el bolsillo, hacia el barrio sombrío donde queda la casa de los presidentes de Colombia, rodeada aquellos días, según me acuerdo, de jóvenes araucarias oscuras y rosas de Arabia que nunca florecieron. Como era temprano todavía al pasar por la avenida Jiménez y hacía un frío del demonio, decidí tomarme la libertad de un trago en La Romana mientras repicaban el cuarto en el campanario de la iglesia de San Francisco. Me acomodé al fondo. En un reservado en penumbras. Bajo una lámpara polvorienta de luz tísica. Pedí un brandy. Encendí un cigarrillo. Y me dispuse a dejar correr el tiempo.

Rocé la transparencia del licor con la punta de la lengua.

Dejé correr despacio entre las encías el recuerdo de la falsa madera, las tristes uvas, las enfáticas esencias, el fuego perfumado del alcohol. Un lujo imperfecto por ese precio. La lengua, que explora el mundo y presta estériles servicios sexuales, es fecunda en desorden y ruido. Me dije. y me sumergí de mala gana en el murmullo confuso de la charla de la clientela. Las volutas del humo del cigarrillo se amontonaban sobre mi cabeza empozadas en el hueco de la lámpara apagada como una aureola opaca. Y entonces entró. Y se hizo en el establecimiento un silencio religioso.

Tendría veinte años a lo sumo. La blancura de las hadas y de las hostias. De cejas anchas y oscuras sobre los ojos tranquilos, los labios eran carnosos como moras. La nariz pequeña y proporcionada. Y los cabellos oscuros del color de la pulpa del tamarindo.

Irradiaba una serenidad impecable. De milagro. y sin embargo era de este mundo, porque allí estaba, de este lado del umbral. El ambiente del restaurante de desempleados, lagartos de vocación, burócratas con cara de bostezo, intelectuales puros y secretarias hambrientas de saberes se apaciguó para admirar la maravilla. El resplandor de la aparecida. y yo aspiré el perfume yerbal de su mata de pelo suelto. De palmera frutecida, de corozos.

Sus ojos de miel y avellanas tostadas chisporrotearon en chispazos de oro que me devolvieron a un tiempo mítico y me trajeron recuerdos del paraíso perdido. De tiempos más felices que estos agrios que pasamos. Cuando me miró, como si distinguiera a un viejo amigo antiguo, sonrió, conmigo, no contigo o con aquel, quedé abrumado. Pero cuando caminó hacia mí, con decisión, si no flotó como una columna de humo por el restaurante con una vara de rosa en botón en la magnolia de la mano, mi razón trastabilló.

Trastornado, tuve una contracción en el hígado, como cuando a los seis años se asomaba a la sima donde se despeñaban las ovejas en la hacienda de los abuelos de mi madre. y sentí que mi corazón escapaba por el gaznate, es un decir, dando saltos de sapo como un loco feliz sobre los manteles, que me hubieran puesto en ridículo de no haberlo devuelto a su lugar con un sorbo del brandy.

Soy un hombre tímido cuando me cogen desprevenido, fuera de base. El timbre de su voz me disolvió. Ahora la asocio con el sonido de un laúd, con el reclamo del bulbul, con el rumor de la brisa en un huerto de viñas, berenjenas, nardos y tórtolas.

-¿Puedo sentarme con usted? Me dijo.
-Claro. Claro que sí, contesté, con fingida cordura.

No soy Nerón, Hitler, Atila, el Superhombre de Nietszche o Supermán. De un envión me coloqué entre pecho y espalda el dedo que restaba en la copa de brandy para curar el asombro y recuperar el piso de la realidad y el color del mundo. Mientras ella se sentaba a mi lado como un personaje en un sueño tranquilo, tan próxima que podía gozar el clima de la primavera de su cuerpo y disfruté del regalo de su hálito de manzanas.

Algunas sonrisas hablan de un carácter generoso, de un espíritu inocente, noble o apacible. Otras hacen el elogio público y callado de un dentista que conoce el oficio. La suya cantaba con granizos de gloria el Cantar de los Cantares con todo sus deleites y sus aromas.

-Usted va a pensar que estoy loca, empezó. Pero al entrar tuve la certeza de conocerlo hace tiempos. y me gustaría charlar con usted. Un momento.

Así dijo. Poniendo entre nosotros el botón de rosa.

Yo dije, sobreponiéndome al desconcierto, haciendo de tripas corazón:

-Sí. Es posible que nos hayamos visto antes… y
Y luego pregunté, lógico como un tonto:
-¿Y, dónde crees tú que nos presentaron?

Ella, con el entusiasmo de las noches estrelladas del Sahara que la hizo creíble, aclaró, seria y convincente:

-Fue hace muchos años. Y añadió. Muchos. Y después de una pausa agregó con la seriedad del mundo:
-Fuimos amantes. En Arabia.

-No es posible, me defendí. Quizás estaba loca de veras. Y embarazada para acabar.
-No puede ser. ..Porque yo nunca estuve en Arabia y porque…

Ella me calló, poniendo la punta de su mano en mis labios lívidos.

-Fue en otra encarnación. Reveló. Quise sonreír, por condescendencia. Aunque, sin comprender cómo, me descubrí repitiendo para mis adentros, mientras miraba a la insensata, estas palabras:

Las pecas de tus mejillas.
Como las estrellas al medio día.

Ella rompió a hablar atropellando las palabras. Me contó quién era. Lo que pensaba de la vida y de la ilusión del mundo, de las artimañas del olvido y la nostalgia, de la felicidad, la gloria, las corazonadas, y agregó a sus filosofías mil pormenores comunes a todas las muchachas de su edad: había estudiado teatro pero la había cansado, hacía fotografía, de niños, por afición, había tenido un novio celoso que la maltrataba, había perdido un perrito afgano de orejas tristes en Cartagena y su padre vivía y ya no fumaba y amaba a su madre aunque era una mujer rígida y tosca y estaba orgullosa de sus hermanos.

Sus palabras tenían sinceridad e inocencia. Eran claras yo naturales. Pronto me envolvieron en el hechizo. No eran tan solo lucubraciones, mentiras del deseo de una estudiante de veinte años que se atiborraba de libros esotéricos. Ni siquiera cuando se refirió aun sentimiento vetusto y plácido que nos ligaba, según ella, a esa existencia hipotética y dichosa que habíamos gastado juntos, un siglo remoto, y en la cual yo formaba para ella la mejor parte, como dijo, y ella fue para mí la niña de mis ojos. Pero cuando me recordó unos versos que yo le había dedicado en esa encarnación distante, los mismos que yo me seguía repitiendo en mi interior, las pecas de tus mejillas, como las estrellas al medio día, empecé a desconfiar de la aparición. y de mí mismo. y me sentí absurdo. E irreal.

Al cabo de un silencio largo que no me atreví amancillar, tampoco sabía qué decir, acarició pensativa el botón de rosa, le arrancó un pétalo, se lo comió, me miró a los ojos y me declaró su amor.

-Te amo. Desde el primer día del mundo

Yo abrí la boca, consternado. Perplejo y vacío. Y absorto. Su sonrisa: deseable, saludable, increíble. Sus dientes: manada de corderos entre los arreboles. Su frente: la claridad de la mañana

-Te amo. Repetía. Inclinando su cuerpo sobre mí de modo que el escote del vestido de algodón con estampados de tulipanes y cabezas de cotorras me permitió contemplar los dos tesoros iguales de sus pechos, sus pezones tensos con puntas de fresa.

Yo también te amé.

Qué más podía hacer. Si estaba confundido, feliz y halagado. Ella estaba flechada. Era evidente.

El mundo es más misterioso de lo que pensamos. Todo es posible. Pensé, a medias entregado al embrujo. Pero me pareció que el tropel del universo y el afán de los transeúntes y las estrellas del cielo afuera y adentro los habituales de la Romana, los comensales y las flores de plástico en los solitarios, hacían una pausa de solemnidad en sus difusas actividades mecánicas, espirituales y biológicas para contemplar el portento de nuestro amor intemporal. El lugar quedó transformado para mí en un jardín de reverencias, en una muda aprobación ante el prodigio de nuestro afecto. Hasta el hombre de la caja registradora que había cesado de estirarse las pestañas y las mes eras en fila como gansas con sus cofias ante el oscuro mostrador de cedro repleto de vasos relucientes y los vasos relucientes, se precipitaron detrás de mí en un estado de gracia muy parecido a la estupidez y el vértigo.

Olvidé en el bienestar que estaba casado. Que peinaba canas, debía doblarla en edad. Que tenía hijos pequeños que me querían y necesitaban. la experiencia de aquella juventud ignota que me revelaba con palabras lentas, sencillas y pronunciadas, me devolvió de golpe a otros huesos. A un tiempo feliz, a otra sangre. Volví a ser de un modo enigmático, pero no irreal, el adolescente despreocupado y suertudo en quien ella me transfiguraba. Y recuperé por un momento la fe perdida en el enredo culebrero de este mundo de querellas y quebrantos y la esperanza de ser redimido de mi nada por la fuerza del amor.

Siempre creí que la vida humana no es tan solo fiera urdimbre económica, muchedumbre e historia, que guarda su truco magnético. Que existen zonas encantadas de la realidad, intersecciones mágicas del tiempoespacio. Pensé con incierto dolor en la cara que pondría mi mujer, en mis hijos abandonados por correr detrás del amor ideal que todos andamos buscando desde que nos expulsaron del éxtasis del útero. Pero contra la tristeza sin fondo que me produjo la inminente renuncia a mis deberes palpables, a todo aquello de la cual había sido responsable hasta entonces, me descubrí revisando en mis adentros memorias de lecturas sobre la metempsicosis, la transmigración de las almas y el eterno retorno de los seres y cosas y me parecieron diáfanas. No meras hipótesis de un deseo vanidoso de eternidad.

Recordé, en la embriaguez del juego, la fascinación que siempre suscitó en mí el desierto desconocido. Callé, para evitarle el olor acre del aserrín del espectáculo miserable de la tierra, la simpatía que despiertan en mí los camellos mustios de los circos. y me reconfirmé en mi admiración devota por la mística de los monjes su fíes, la poesía de Ibn Arabi, Fuzuli, Attar y Hafiz.

Y comencé a darme cuenta con todo el ser de que mi gusto por los zejeles, las qasidas, las jarchas y la resonancia del tanbur, las tersuras vegetales de la flauta ney, los gemidos de los imanes en los minaretes al crepúsculo y la gracia de las mezquitas, no eran simples adhesiones estéticas y caprichos intelectuales de vana erudición sin espíritu, si no indicios, improntas moleculares de aquellos días que había olvidado, aunque no andaban extraviados del todo, puesto que ella los guardaba en su nítido recuerdo. Aquellos días ardientes por cuyos yerros incógnitos y abominables debieron condenarme a la blasfemia de reencarnar en Colombia. Cuando fui su amante rendido, dueño de caravanas con mi suegro, su padre, en un oasis con siete pozos de agua fresca y susurros de datileras y poblado de tiendas festivas y rebuznantes asnos y dromedarios soñolientos.

Un beso de almíbar me arrancó de mis divagaciones literarias de mis vuelos imaginativos, de mi ensueño mahometano. Me cayó como si me golpearan la cabeza con los dos tomos de Las Mil y Una Noches.

Tus besos
mejores que el ácido acetilsalicílico
y la caridad del opio
contra el dolor de existir
para perderte.
Recité para mí.

Mis problemas actuales, pasados, futuros, las penas en proyecto, las angustias cansadas, las olvidadas, los propósitos incubados, los remordimientos espinosos de lo no cumplido, todo, formas, vacíos, omisiones, carencias, vicios, ciencias y artes, se desvanecieron en el aire como una niebla. Lo demás fue no saber. La plenitud de no pensar. La gloria del sentir. Hablamos de mil cosas. De mí, de ella, del futuro que nos esperaba. De las personas que conocíamos. De los libros que más nos habían gustado. Ella había leído el Calila y Dimna. Y estaba bien ilustrada sobre las virtudes de la alheña. Sus palabras favoritas eran aljibe, almohada, alhelí, bulbul, carajo, zalema y zoco. Me mostró una baraja de fotografías de familia que sacó de una carterita labrada con unicornios y palmas. Sus seis hermanos apoyados en sus bicicletas de turismo, su padre fumando una pipa cuando aún fumaba acaricia un perrito de largas orejas y ojos premonitorios, la tía que más quería en un parque en Washington con un sombrero de paja de verano, su madre, una mujer de rostro ríspido y bigote de galán en el corredor de su casa y un aspecto de El Cairo , recortado de una revista, adonde quería que fuéramos, y el recorte de un poema dedicado a la felicidad de la unión divina por un poeta arcaico de El Líbano, cuyo nombre pronunció con un dejo y haciendo resonar las jotas con cierta afectación que le lucía. Pedimos un brandy tras otro. Bebimos.

Brindamos, haciendo retiñir las copas como si fueran celestas. y cuando el sol empezó a caer como un coágulo sobre la avenida Jiménez decidimos dar un paseo por la tarde púrpura apunto de apagarse.

A estas alturas del arrebato yo había dejado de acordarme de que el poeta Álvaro Nariño ofrecía un recital de sus poemas en el palacio Antonio Mutis. Ignoraba por completo en el delirio cómo se llamaba el presidente de Colombia. Que Colombia es una farsa doliente. Mi patria había dejado de ser este purgatorio de penas en vinagre, un desorden frenético, la herida enconada que siempre fue, si no un colchón de nubes, un lugar muy alto, muy dulce, muy puro y muy claro y muy rico. La torre cerrada de marfil donde un hombre contempla sin cansarse los ojos ambarinos de su novia y ve en ellos la tierra prometida, el reino de los cielos, la cuarta dimensión. Puse sobre la mesa una propina faraónica con ademán olímpico.

Nada me faltaba. Habría bailado desnudo en el atrio de la iglesia de San Francisco como San Francisco ante Santa Clara. Si el estentóreo, odioso llamado de otra realidad de la peor clase no hubiera irrumpido como una res rabiosa en el adagio de un cuarteto de cuerdas, desbaratando el embrujo.

-Claudia, Claudia, carajo. Gritaron sobre nosotros.

Mi pobre amada alzó los ojos. Tembló como una azucena asustada. Palidecieron sus mejillas que el alcohol y la pasión habían encendido. Al volverme, vi un muchacho desesperado y robusto, que elevaba las mangas de una camisa amarilla y repetía

-Carajo, Claudia. Maldita sea.

Era su hermano, según me enteré enseguida. Lo acompañaban dos individuos con caras de energúmenos y batas de enfermero.

Ella me regaló la ternura de una última mirada, un resto de sonrisa con un rescoldo de horror. Corrió a la puerta. Pero allí la esperaba un cazador de gacelas de aspecto siquiátrico, con una jeringa que desmontó mis principados árabes en mi enamorada en una sucia ataraxia, supongo, porque ella se desmayó en sus brazos profesionales como una hoja.

Mientras se la llevaron cargada como una muerta, su hermano trató de explicarse. Se disculpó, angustiado, con vergüenza y dolor evidentes. Desde el borde de una lágrima fraternal que se resistía a brotar en su ojo izquierdo, tartamudeó, mientras mecía la cabeza sobre sus hombros:

-Perdone, señor… Mi pobre hermana… Está loca… Obsesionada con un poeta que dice haber conocido en una encarnación pasada… en Bagdad… Mi pobre hermanita… Ayer escapó del hospital..

Yo farfullé, sin saber lo que decía

-Pero… tal vez yo soy… tal vez… yo sea…joven… ese poeta que ella busca por este mundo sin pies ni cabeza.

El muchacho me miró a mí de la cabeza a los pies. Contempló mi corbata de seda con desprecio, las solapas de un vestido decente, mis relucientes zapatos negros, como barcas, como si yo jamás hubiera sido un año, un día, un instante, un príncipe musulmán, si no un escarabajo en un cuento tétrico de Kafka y se marchó a trancos por donde había venido con un gruñido de fastidio y un portazo en la puerta de vaivén.

Al salir de La Romana, la estela gris del exhosto de la ambulancia destartalada donde transportaban mi flor (sometida a la razón por la fuerza de la química bruta y el prejuicio rastrero), aún ahumaba la tarde sucia. Un nubarrón violeta acababa de tragarse de un bocado el último vestigio de un sol de moho.

La luna de junio se levantaba con esfuerzo sobre las azoteas bogotanas. Advertí que llevaba en la mano el botón de rosa que ella había olvidado sobre la mesa. Era una rosa sin olor. Recordé que había olvidado preguntarle su nombre. Y lo experimenté como una omisión irreparable, como una pérdida, como una pobreza a la que jamás lograría sobreponerme. Mi alma nunca se acostumbró a las decepciones, ni jamás se sintió tan abandonada, sola y ridícula. Camino del palacio de Nariño, sobre el basurero de pesadilla de la carrera séptima: mariposas muertas, polvo molido, gargajos aplastados, pellejos de ciruelas, empaques de galletas, periódicos arrugados que el viento arrastraba como pájaros bobos, cavilaba. Tal vez no estaba loca. Tal vez no eran solo fantasías. Yo había sido una vez su príncipe azul. Y ella mi pasión, mi aire, mi fiesta, mi privilegio.

Todo cabe. Lo demás es la envidia que no soporta la música de los otros. Los escrúpulos del sistema métrico decimal. La rutina espantosa de los notarios. y las putas ideas fijas de los siquiatras que han dejado de creer en milagros para desgracia nuestra. Pensé.

Detrás de mí repicaron las seis en la torre de San Francisco.

Y empezaron a encenderse los avisos luminosos en las fachadas como todas las tardes.

REVISTA SOHO, 2006

Mis días
en el
seminario

Como vos bien sabés, fui un niño tan anormal que primero quise ser santo. Así como suena: un santo. En un nicho dorado en los altares, con una aureola de oricalco en las sienes, en medio de cirios encendidos y azucenas recién cortadas, a cuyas plantas se arrodillaran las beatas con sus sucios exvoto Tal vez había un tris de orgullo en mi desmedido afán de ganar un sitio de primera fila en la radiante corte celestial, cuando todos mis compañeritos obedecían a paradigmas más alcanzables y modestos: ser toreros igual que Luis Miguel Dominguín, poderosos como Supermán, más veloces que Ramón Hoyos. Si mi ambición pecaba, nunca se me hizo consciente. Ni sospeché que detrás de mi deseo se escondía la vanidad venenosa. De cualquier modo, el muchachito tímido que fui, retraído, silencioso, y en los huesos, a quien apenas percibían las balanzas de los pediatras, y con visos de mamasantos, paró cuan flaco era en un seminario de misiones antes de cumplir la primera decena de sus aburridos años consagrados a coleccionar registros, a leer vidas de santos estrambóticos y a ensoñar en un cielo eterno y azul animado con músicas de arpas.

No sé si mis parientes, mis padres en primer lugar, se tragaron el cuento de mis efusiones místicas, demasiado ostentosas además, me parece ahora.

O si querían librarse de mi vientre sin fondo. En la pobreza peliaguda que pasábamos, un estómago menos era una ganancia. Mis padres debieron echar cuentas. Y descubrieron que mi enclaustramiento representaba un desahogo, aun contando con los esfuerzos pecuniarios para reunirme el ajuar: el baúl de hojalata con cerradura de cobre, la docena de calzoncillos de manga, las medias negras del seminarista que cubren las rodillas, los juegos de cama y las toallas marcadas con tinta china, el crucificado de peltre, el bonete, el roquete con encajes, una edición canónica de los cuatro evangelios. Y la sotana.

Vos debés recordar. El palo no estaba para cucharas. La sotana costaba un dineral. Es decir, una sotana auténtica con forro, con escondrijos interiores para albergar el alma y algún piojo inquieto, hombreras, y los dos profundos bolsillos laterales. Siempre me había parecido que el mayor privilegio de los hombres de iglesia eran los bolsillos abisales de las sotanas donde cabía el brazo hasta el codo. Vos recordás mejor. Mi ingreso en el seminario estuvo a punto de frustrarse a causa del costo del bendito indumento de abotonadura innumerable. Hasta cuando alguien tuvo la idea peregrina, y facilista, de conseguir en una sacristía amiga una sotana de monaguillo de regalo. Una sotana de monaguillo. Imaginate. Tan distinta de las auténticas sotanas de los santos y del párroco. Y eso hicieron. Tiñeron una sotana roja de acólito de trama basta. Y estuve listo para emprender mi camino a la beatitud revestido de falso cuervo.

Debo confesarte. Mi decepción fue inmensa, aunque faltaba a la humildad, virtud de la cual había dado múltiples y notorias muestras en el seno de la piadosa familia, y en el díscolo vecindario, cuando me presentaron el costal de paño crudo tan diferente de una sotana de veras. Un ángel se desinfló dentro de mí como un globo ante el andrajo desabrido. Pero disfracé el silbido de desconsuelo con una exclamación de júbilo.

Por fin, con alegría creciente, aunque siempre relativa, se entiende, acepté que esa sería mi sotana ya que no había otro remedio. Al fin y al cabo una sotana no es más que una apariencia. El devorador de apologías de santos sabía de sobra que una santidad de buena ley se adquiere por una cadena de renuncias y penalidades. El seminario consistía en un enredo de pabellones en la cresta de una sierra de esterilidad desoladora. Las nubes bajas aumentaban la tristeza del lugar. Llegué allá un enero color de burro, tan deprimente, que tan solo la decisión íntima y cultivada por años de hacerme a un lugar en el sancta sanctórum de la iglesia de Pedro, consoló mis lágrimas tragadas, comprensibles a esa edad temprana en ese páramo. Mis compañeros conformaban un tumulto maloliente de ojos melancólicos, intoxicados por las ansias de perfección. Y me recibieron con miradas lastimeras. No tanto, pienso ahora, por la desgalichada sotana que cubría esos huesos. Sino por lo que les estaba sucediendo a ellos mismos por dentro, es decir, si experimentaban lo mismo que yo: el frío de las tumbas en pleno corazón.

La vida de religión, vos sabés, es una negación singular, metáfora de la muerte. Una muerte consentida. Es la reinvención radical del ser, la resignación de la máscara que usamos por los vericuetos del mundo, el demonio al acecho, y las locuras de la carne siempre servidas.

Nunca me acostumbré a la misérrima sotana. Me acuerdo. Y agradezco que mis condiscípulos, conocedores de las normas de la caridad, me ahorraran los comentarios sobre la falta de garbo de mi atuendo de recogido. Claro, tenía el desquite del bonete. Herencia de mi tío el presbítero, era un bonete en toda la línea. A pesar del defecto de la borla rebelde que nunca conseguí fijar valido del costurero que puso mi madre en el ajuar de su pichón de cura.

Era mi lujo. Yo lo plegaba con cuidado después de usarlo y lo ponía en el fondo del baúl como un tesoro. Yo lo cepillaba los sábados como a un ser vivo. El bonete me ayudó a sentirme digno del ministerio misionero en aquel desierto del espíritu donde la sotana me procuraba el aspecto de un muerto prematuro.

A los seminaristas se nos acostumbraba al ejercicio físico intenso. Por higiene. Y para hacernos llevaderas las cargas de la castidad. Para mantener la salud. Y para templar los nervios contra la lujuria adolescente que cuenta con tantos atajos.

Jueves y sábados nos arrastraban a las montañas cercanas, lloviera o hiciera sol, al fin de cuentas éramos soldados de Cristo, obligándonos a trepar las breñas y a vadear los arroyos que bajaban del páramo. A mí, en mi rareza, me gustaban más las horas de la biblioteca y los ensayos del canto gregoriano en el coro de la capilla que las caminatas interminables. Y, sobre todo, porque comencé a darme cuenta de los cambios que obraban en la sotana: en el ruedo los pastos mordían con sus dientes verdes el negro secundario para dejar a la vista el rojo original de la sotana de un monaguillo anónimo de mi talla; y las torrenteras de los aguaceros cobraron lo suyo en los hombros y la espalda.

Nunca me sentí tan infeliz como en esa sotana de impostor. Después, cuando aprendí el cinismo para defenderme de las desventajas de la existencia, me asombró no haber extraído un símbolo de futuro del deslustre progresivo de la prenda destiñéndose, no haber pensado por ejemplo que su metamorfosis no era una desgracia, y que me auguraba un puesto en el senil colegio cardenalicio. Aunque fuera una quimera, habría sufrido menos.

Siempre sucede. De pronto ocurrió una cosa buena. Cuando la sotana colapsaba, además comenzó a deformarse, y a deshacerse de los botones de los pútridos ojales, llegaron como una bendición las vacaciones de fin de año.

Acordate. Para el segundo año mis padres me habían prometido una sotana como la que yo quería tanto como la perfección cristiana. En efecto, mi padre dejó el lecho de enfermo, volvió a trabajar, la familia recuperó el esplendor de su clase, y me compraron la sotana que mis méritos merecían.

Una sotana olorosa a nuevo. Con su peso específico. Hombreras. Puños dobles para guardar el pañuelo de los catarros. Bolsillos hondos. Y el pequeño bolsillo del rosario en la cintura. Pero entonces, al mismo tiempo, se me cruzó el diablo en el camino hacia el Dios de Moisés y los patriarcas. Y se me cansaron las ganas de ser canonizado en una misa de aparato, con Te Deum para dos coros y orquesta y fiesta nacional por decreto y cambió el rumbo de mi vida. Y dejé atrás el seminario, y la sotana nueva que había costado un dineral en el fondo de ropas de los seminaristas sin medios, para que un seminarista del porvenir no tuviera que pasar por las desazones que pasé.

De regreso al hogar sentí una inmensa compasión por la vieja sotana de monaguillo. Mis hermanos usaban los jirones del lírico, pardo ya, traje talar, que me avergonzó tanto, para limpiarse las porquerías de los zapatos antes de irse al colegio. Yo no iba al colegio. Yo me quedaba en casa contra la voluntad de mis padres. Escribiendo versos y versos. Pues ahora se me había metido en la cabeza convertirme en un genio. En un émulo de la gloria de Víctor Hugo. Ya que había fracasado en los enredos de espinas de la santidad.

No siempre sucede como uno quiere. Por las sonoras cascadas de alejandrinos de mis parodias de Víctor Hugo, en vez de subir, bajé. Y acabé sumido primero en los lodazales de los poetas malditos atraído por los aromas del hashish y el tintineo de las rimas de los parnasianos, y después en la bohemia sin métrica ni esperanza posible de las vanguardias del desquiciado siglo XXI. Es decir, convertido en un santo al revés.

Vos sabés como yo a qué sabe eso. Lo que significa. En males como en bienes. En liberaciones. En servidumbres.

Ahora, en medio de los escándalos recurrentes de pederastia de curas y obispos que salpican al propio Papa, me pregunto, con la autoestima maltratada hasta cierto punto, pero indemne, por qué jamás me acosaron a mí en el seminario los confesores, los directores espirituales, el prefecto de disciplina, ni el ecónomo. ¿Sería tan poco atractivo? Y para dejar a salvo el amor propio, me digo que tal vez la sotana lánguida me libró de sus agasajos, abrazos, coqueteos y abusos. Tal vez, me digo, mi pueril belleza pasó disimulada entre los peligros de las malas costumbres, envuelta en el hábito deplorable de la sotana de un querubín pobre.

ENSAYOS E INTENTOS, 2001

El cerdo
de mi
vecino

Cuando despresó a su cerdo, como un artista moderno, en un montón de pedazos desconectados, con la perfección y la alegría que ponen los paranoicos en sus trabajos, y repartió los trozos sobre los poyos de la cocina y las mesas preparadas, y colgó como banderas las tripas en los alambres de su patio, empecé a sentir este miedo de mi vecino. Me produce este espanto la amabilidad que a veces derrocha al saludarme.

Me apresuro a extenderle mi mano, adulón, para estar seguro de que no trae en la suya el artero cuchillo que le sirvió para perforar el pobre marrano.

Y le sonrío. Para mostrarle los dientes.

Y que entienda que yo también tengo con qué defenderme. No por expresarle la buena voluntad que ya no me inspira.

Algo se quebró entre nosotros desde que lo vi apuñalar sin asco al mismo que había alimentado con esmero, con lo mejor de su basura de tubérculos y tusas de mazorcas. Para el que construyó el corral agradable donde no golpeaba el viento, con un chorro de agua fresca en cuya instalación ayudó a su jardinero con sus propias manos.

Jamás olvidaré los gritos de la criatura áspera, cuya sonrisa cambió mi vecino por el rictus de la impotencia de una víctima de una traición inesperada. Y le encimó una cómica manzana entre los dientes, para completar la impiedad y la burla.

Ya no voy a olvidar el gesto de decepción en la trompa del inocente cochino, dorado por las artes de culinario del suegro de mi vecino, de poco fiar también. Cómo pataleaba contra el cielo el pesado cuadrúpedo. Cómo berreaba por la clemencia de un día mientras mi vecino escarbaba en su corazón engordado adrede. Un chorro de sangre negra y caliente saltó de la herida bajo la punta de su cuchillo de acero perfeccionado en el esmeril como un poema de Petrarca.

Jamás sospeché que mi vecino poseyera esas aptitudes para matar como un experto.

No puedo marchar a los tambores de mi vecino fabricados con las vejigas templadas de sus amistades. Nadie puede guardar nada honorable en una bolsa hecha con el pellejo de un amigo. Cómo entenderse con alguien que muestra con orgullo una fotografía tomada en el chiquero, un minuto antes de poner bocarriba a su huésped en el altar de piedras de su finca sembrada de durazneros y rosales.

Me hacen falta para ser feliz los gruñidos de bajo de la trompa rastrera, la meditación de su música, la seriedad del cerdo mientras reburujaba como un filósofo bajo las apariencias. Su manera ejemplar de comer con la resignación, el agradecimiento y la honradez de uno para nada más nacido, sin otras ilusiones que gozar de su pantano. Pesa la ausencia de su beso en el suelo húmedo como si hozara en un cielo de estrellas descompuestas. Lo entristece todo el recuerdo de la mirada de sus ojos grises, llena de preguntas sepultadas en densas capas de empellas, capones y papadas.

Hay un aire trágico en el chiquero. Un fantasma golpea la puerta oxidada. El cielo reclama la sangre sacrificial. Mi vecino se negó a pagar el tributo debido a la naturaleza que sustentó sus jamones y la guardó en vasijas el avaro, para embutir morcillas con el mismo arroz que hizo parte del rito de su boda.

El silencio de cargos chorrea sobre mi vecino, bellaco empedernido, capaz de regalar su gula de cumpleaños con las lonjas de un prójimo. Y sigue tan campante. Ya sé lo que significa traicionar. Mejor que cuando leí Macbeth.

Mi vecino no es el mismo para mí. Hasta su sombra ha cambiado después de matar al que cuidaba, por el que se preocupó con sinceridad evidente. He dejado de creer del todo en sus palabras de afecto. Cómo estás, me pregunta. Y me echo a temblar de miedo de ser encontrado a punto para el juicio ridículo y el grave holocausto.

No puedo poner una cruz en un chiquero ajeno. Entonces, celebro con este epitafio la memoria del justo, el recuerdo del que mimaron como a un hijo, sabiendo para qué lo querían, que estaba invitado a una fiesta desdichada, que tenía los días contados. Y que no mereció siquiera la gracia de una fosa decente. Porque lo sembraron en las fetideces del vientre apestoso, lleno de pliegues de dobles intenciones, de mi vecino, su rubia, robusta y ruidosa mujer, y su melindroso suegro y sus hijos. Y lo privaron del privilegio de reposar en el seno de la tierra y descomponerse en paz.

Pues después de ser repartido como una túnica y devorarlo a dos carrillos, lo bautizaron con ron póstumo y con galones de cerveza. Y quién descansa cuando su tumba canta, repite sandeces como una loca, cuenta chistes obscenos entre hipos y eructos, golpea el mundo como una piedra y rueda por el piso sin nobleza. Era como si buscaran, los corrompidos, aturdir en alcohol el remordimiento, el sentimiento de la negra ingratitud.

Tengo suficientes motivos para recelar de mi vecino. Para escurrirle el bulto a sus halagos. Si no fue fiel con el que trajo a su granja de brazos, cuando era un bebé de pelambre rojiza y ralas pestañas de puntas cenicientas y además le costó dinero, no tiene por qué ser diáfano conmigo cuando me agasaja. También acariciaba el lomo del otro con generosidad. Ya sé que sus ternuras pueden pervertirse sin aviso.

Si toca, díganle que no estoy. Esperaré debajo de esta cama hasta que se vaya. Ayer me dijo con aire indescifrable:

-Te ves saludable estos días.

Y agregó, cantarino:

-Veo que estás aumentando de peso.

Y temo que venga de un momento a otro con su cuchillo.

REVISTA SOHO, 2010

Mi mamá
y yo

Mamá tenía los ojos indefinibles. Y se llamaba Elisa. Fue una mujer admirable para todos los que la conocieron. Inspiraba cariño y respeto. Pero por alguna razón a mí mamá no me simpatizaba. Ese fue el secreto sombrío que marcó mi infancia con mis rarezas. Mamá me enseñó a leer, a rezar, la primera canción. Y, sin embargo, mamá no me gustaba. Una vez, me acuerdo, mientras amamantaba a uno de mis hermanos, mamá hacía niños con asombrosa facilidad, como una fastidiosa costumbre, el cobertor de dulceabrigo resbaló de sus hombros. Y vi sus tetas como dos lunas azules. Y el volcán del pezón chorreaba en la boca de morcilla reventada de mi nuevo hermanito.

Mamá debió sentir vergüenza. Porque se cubrió aprisa. Eso me molestaba de mamá. Sobre todo.

El puritanismo, el miedo de la desnudez, la incansable inquietud por la vida sexual de sus hijos, el espionaje que ejercía sobre nosotros en el baño, la cama, la comunidad. Claro. Mamá debió ser una mujer maravillosa. Como decían todos. Y, sin embargo, a mí me molestaba.

Sus rabietas de juventud rayanas en la histeria cuando pedía rayos al cielo y a la tierra que se la tragara. Debidas tal vez a la incuria de mi padre, tan conservador y católico. A tu papá todo le gustaba rapidito. Me dijo una vez mamá. Y la manera de toser que nos imponía cuando estaba disgustada. Y los suspiros de sus resignaciones. Y esa manía de parir muchachitos, muchachitos y muchachitos.

Sí. Debí admirar a mamá como hacen casi todos en este mundo. Pero algo me impidió quererla por completo, como quizás lo merecía.

Ah. Y esa odiosa obsesión de mamá por el dinero. Era imposible sisar con ella. Llevaba las cuentas con una claridad perturbadora. Aunque había recibido una educación precaria, mamá contaba el menor centavo en aquellos tiempos de las monedas de centavo.

Pero había algo más repelente en la personalidad de mamá: el maldito sentido común que esgrimía para hacernos entender este mundo. Mamá tenía algo de matrona judía. Pero le molestaba que se lo recordara. Es sospechoso de cualquier manera, en una mujer natural de Salgar llamada Elisa, aunque fuera la hermana menor de seis, o siete, o fueron ocho monjas, que cuando papá se precipitaba en sus crisis periódicas (cuando mamá se largó un tiempo del lado de mi insufrible padre con su reguero de hijos hizo lo propio), a mamá tan solo se le ocurría abrir una panadería para sobrevivir por su cuenta. Y a veces mezclaba el pan con las telas y la venta de botones por docenas. Cómo no. Debí querer a mamá, eficiente y rígida. Con esa fe en el trabajo y la certeza de que había que conservar el crédito ante todo.

Y, sin embargo, yo no me tragaba a mamá. Sí, debía respetarla, como hacían todos. Y la admiraba. Y sobre todo por haber sido capaz de aguantar la melancolía galopante de mi padre y sus caprichos de monarca. Y los demonios de poeta maldito del mayor de sus hijos varones, es decir, de mi adolescencia peliaguada que la avergonzaron tanto.

Mamá a veces tomaba decisiones heroicas. Papá sufrió una crisis nerviosa a causa del exceso de trabajo. En la cura en una clínica de aprendices borrachos le partieron la espina dorsal en siete pedazos iguales durante una sesión de choques de insulina, aquellos tiempos bárbaros de la siquiatría antioqueña. Entonces, mamá se largó a Bogotá con lo que salvó de los abogados de la magra indemnización, alquiló un apartamento de primer piso en la avenida Uruguay, calle treintaidós, compró el instrumental de segunda de un salón de belleza que ofrecían en un aviso clasificado. Y abrió su flamante Salón de Belleza Miami. Aún persisten en la fachada del edificio bogotano los chazos del aviso luminoso de neón, en letras manuscritas azules y una palmerita borracha cabecea en mi recuerdo. Padre no puede moverse. Vestido de yeso. Mientras mamá, después de un aprendizaje superficial en el establecimiento de una prima suya, trata de sacar adelante al marido inerte y la media docena de hijos en que había gastado su juventud. El salón de belleza Miami atrajo a una clientela inesperada para mi cristiana mamá. Una pareja de gemelas españolas de ojos uva que hablaban hasta por los codos, pero al mismo tiempo, y traían al aire las cuatro tetas cobrizas. Y un grupo de judías maduras, severas, de día fijo, con extrañas modulaciones del habla. Mamá reconocía en ellas una singularidad espantosa. Pero por la reverencia que le inspiraba el dinero, y abrumada por la necesidad que dicen los que saben que tiene cara de perro, mamá las remodelaba lo mejor que sabía. Sin intimar con ellas.

Debió ser una lección de vida para mamá el verse obligada a derivar el sustento para la desgracia de familia que conformábamos de una colonia de polacas sin salvación posible, pues negaban la divinidad de Jesucristo y la infalibilidad del Papa. Mamá empegotaba las paganas con sus mixturas. Las sepultaba en pomadas. Y les pintaba las uñas. Sin hacerles reproches. Reprimiendo el espíritu inquisitorial. Dios la haya perdonado si es verdad. Él sabe que mamá debía alimentar media docena de mocosos, un marido en pedazos y la rozagante sirvienta boyacense de días llamada Aurora, que comía como una estrella enana.

Un tiempo se rumoró en la familia que mientras mamá le agarraba la maña al oficio realizó un verdadero holocausto en esas mujeres orientales incapaces de pronunciar la erre y de aceptar la virginidad de María. Y que electrocutó una con un rizador asesino en corto circuito.

Mamá tuvo el alma plagada de fantasmas desde la infancia, de historias de diablos y resucitados. Era observante, no rezandera. Guardaba las vigilias. Hacía los mil jesuses de mayo. Y estaba convencida de un montón de barbaridades. La vecina del apartamento contiguo a veces cruzaba en cueros detrás de los tules impertinentes de las ventanas. Recibía visitas vespertinas de un bohemio, boina, lazo, chivera. Y mamá aseguraba que era protestante. Mamá creía que las protestantes no llevaban calzones en la casa. Y que les ponían los cuernos a los maridos con artistas.

Cuando enterró a mi padre mamá floreció. Como si dijera: Adoré a mi marido, pero ahora que está enterrado es mi momento de vivir. Se embellecía lo mejor que alcanzaba contra la edad que comenzaba a agobiarla, y contra la hinchazón de la cortisona que le ayudaba a disminuir los tormentos de la artritis. Cuando enfermó su médico la abandonó en la catástrofe de la peritonitis. Ella confiaba en Lederman como un enviado divino. Y le pareció otra muestra de la sabiduría profesional del joven judío.

En plena convalecencia de mamá, alguien puso a la vuelta del apartamento una bomba para matar a Pablo Escobar, un indeseable vecino. Entonces mamá sufrió el infarto que se la habría de llevar, como se dice. Para completarle el susto, cuando la llevaban a cirugía en el matadero de la clínica Soma en Medellín, la camilla se desbarató entrando en el ascensor de urgencias. Y adiós, mamá

En el entierro, alguien preguntó si queríamos música en su homenaje. Recuerdo. Yo pensé en Cherubini. Faure. Mozart. En cambio un grupo de mulatas vestidas de negro se puso a cantar unos pasillos antioqueños de madre, que me descompusieron. Mientras bajaban a mamá entre pasillos, violines y contraltos, hacia el agujero donde hoy vive, me conmovió la cara de niña inconforme que llevaba. Y reventé en llanto. Un llanto inesperado, bárbaro, incontenible, que me revolvía los entresijos. Entonces, supe cómo quise a mamá. No sabía que la quería tanto. No sabía que la quería de ese modo. Pobre de mí. Pobre mamá.